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A la búsqueda de la intención positiva – Parte III

05.10.2016
05.10.2016
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Una década después de lo que os he contado, varios amigos que tocábamos en un grupo de rock and roll habíamos quedado para tomar unas sidras en un establecimiento de la calle Fuencarral muy popular por entonces en Madrid, llamado Corripio. Aún recuerdo lo ricos que estaban los trozos de empanada de chorizo con que acompañábamos la sidra, y que hacían del local un sitio muy frecuentado por pandillas antes de ir a tomar unas copas a horas más avanzadas de la noche.

En la acera de enfrente, a la puerta de una tienda de las que abren las 24 horas del día, había un mendigo pidiendo de pie con la mano extendida, a la espera de que algún viandante depositase en ella alguna moneda. Y, a diferencia de la anécdota anterior, éste sí era un indigente de los característicos. Ropa en muy mal estado, suciedad de la cabeza a los pies, apariencia de no haber pasado por un sólo buen momento en los últimos años.

Ni por un momento dudé de que era un yonki. Sus manos temblorosas, las constantes pérdidas de equilibrio, los ojos perdidos en el infinito, todo indicaba, al menos aparentemente, que la limosna que estaba pidiendo no iba ser precisamente para comer. Yo lo intuía, pero lo que me conmovió fue su mirada. Indudablemente era un hombre joven, no creo que superarse los 26 ó 28 años, y tenía pinta de haber sido muy atractivo en otro momento. Sus ojos eran de un azul intensísimo, y el cabello, debajo de la capa de suciedad, era rubio y largo, así como su barba. De hecho, aseado y en bañador, posiblemente hubiera pasado por un surfista en las playas de California.

La mejor forma que tengo de describir la mirada de aquel hombre era la de un perrillo abandonado. Movía los ojos de abajo a arriba, con mirada de súplica, a toda persona que pasaba a su lado. Y, como suele ser habitual, nadie le hacía caso y mucho menos compartía con él alguna moneda de sobra.

Estuve observando durante 10 o 15 minutos, los suficientes como para saber que, de seguir así la tarde, la frontera entre un mendigo suplicante y un atracador en potencia dependería solamente de la hora de la madrugada en la que nos encontrásemos con él.

Y me sucedió como de costumbre. De modo impulsivo crucé la calzada, me dirigí hacia él y le dejé en la mano una moneda de 500 pesetas (3 €), que, sin ser precisamente un capital, era indudablemente mucho más de lo que este hombre podía esperar a lo largo de las próximas horas.

No hace falta que os cuente la mirada de agradecimiento, sin mediar una sola palabra, que este mendigo me dirigió. Aún recuerdo la sensación desagradable de su mano callosa al dejar la moneda en ella. Yo era muy consciente de para qué iba a utilizar esa limosna, pero aún así me alegré de habérsela entregado. En el fondo, pensé, también tiene derecho a darse una alegría… aunque le lleve a la tumba.

Cuando volví al grupo de amigos, que habían observado la escena desde la acera de enfrente, Carlos, un excelente bajista al tiempo que mejor amigo y persona, me preguntó por qué le había sufragado la próxima dosis a un yonki. A falta de mejor argumento, le respondí que porque me daba pena, y porque pensaba que de algún modo, en el fondo, estaba ayudando a un ser humano.

Su respuesta fue muy dura. Me dijo que en realidad no se trataba de caridad ni de compasión, sino de que mi tranquilidad valía 500 pesetas. En otras palabras, que no lo había hecho por ayudarle a él sino por satisfacerme a mí.

Aunque esa respuesta me pareció grosera y cortante en aquel momento, con la mano en el corazón debo reconocer que algo de eso hay. Es más, hoy día tengo el convencimiento humano y profesional de que cualquier acción generosa, cualquier gesto, por altruista o compasivo que parezca, en el fondo esconde la humana y visceral necesidad de satisfacer al que la realiza o promueve. Nadie hace absolutamente nada que no entienda, al menos en su subconsciente, que le va a proporcionar un beneficio directo o indirecto. Y es completamente legítimo.

Ésta es una afirmación muy transgresora y desafiante, puesto que va en contra de lo que la sociedad, la educación y los valores judeo cristianos sobre los que se asienta nuestra moral proclaman. Significa poner en tela de juicio de un plumazo la caridad, la solidaridad, el altruismo y el sacrificio. Un asceta que decide invertir sus años de vida, sus comodidades y en muchas ocasiones su propia fortuna y salud por ayudar a los demás, en el fondo está comprando un beneficio para sí mismo, se está auto otorgando un premio emocional, religioso, ético o de cualquier otra índole. Esto es un fenómeno humano, indiscutible, fisiológicamente anclado a nuestra genética.

Y es importante tenerlo en cuenta, porque, entre otras cosas, ello nos permite desmontar creencias victimistas acerca de las intenciones negativas de los demás cuando realizan acciones o muestran comportamientos que nos hacen sentir agredidos. Ni siquiera el acto más cruel, más despiadado e injusto, carece de una intención positiva en la cabeza de quien lo lleva a cabo. No se trata de compartirla, ni de estar de acuerdo con dicha intención; pero, indudablemente, si la persona que comete dicho acto no lo considerase positivo por alguna razón, no lo haría.

¿Y qué intención positiva podrían albergar los ladrones que clavaron su navaja en el ojo de nuestro primer protagonista?, podría preguntarse alguno de vosotros. Pues no lo sé, no los conozco y por supuesto no me caen bien ni les disculpo. Puede ser que su intención fuera comprarse unos pantalones mejores, beber vino los próximos tres meses a costa de su víctima o parecer los más machotes de su pandilla. Ni lo sé, ni me interesa. Pero de lo que no tengo duda es de que ellos lo consideraban positivo, y por eso lo hicieron.

Cuando me siento agredido por otra persona, cuando considero que las acciones que está realizando me dañan de algún modo, un buen ejercicio es pasar este filtro. No se trata de ser blando, patológicamente comprensivo, o de exculpar por sistema a las malas personas; se trata sólo de hacer algo con los demás que sistemáticamente hacemos con nosotros mismos, y es juzgarlos no por sus hechos, sino por sus intenciones. Repito, hasta las acciones más incomprensibles en apariencia suelen tener detrás buenos motivos en la cabeza de quien las ejecuta.

Como soy consciente de que estas afirmaciones no son fácilmente aceptables y desafían los cimientos morales más profundos de muchas personas, dedicaré otro artículo por completo a trabajar sobre ellas, y exponer cómo los coaches utilizamos este tipo de patrones para desmontar creencias limitantes en muchas personas hacia sus clientes, jefes, compañeros o parejas. Un cliente maleducado o incómodo, que exige un descuento o pide incansablemente un trato preferencial, suele esconder detrás de su comportamiento a una persona enamorada de una marca, que tan sólo busca sentirse diferente. Un jefe meticuloso, que corrige dato tras dato y fiscaliza continuamente a sus colaboradores, puede ser sólo la parte visible de alguien comprometido hasta el alma con un proyecto, y que únicamente quiere el beneficio operativo y económico de la empresa, aunque sus formas no sean las más efectivas. Entender la realidad desde este punto de vista quita mucho estrés a la vida, y facilita desarrollar relaciones mucho más humanas y amables con nuestro entorno. Pero no es fácil de aceptar, ni siquiera para los que vivimos de ello.

Trataremos de aclararlo próximamente.

Iván Yglesias-Palomar
Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group

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Ivan Yglesias-Palomar

Ivan Yglesias-Palomar

Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group.

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