Este fin de semana pasado tuve la oportunidad de hacer un recorrido por algunas calles céntricas de Madrid con mi pareja y mi hija. No es que no lo haga con cierta frecuencia, pero en esta ocasión, quién sabe si por el clima veraniego, la relajación propia de las vacaciones o por alguna otra razón que desconozco, me lo tomé con mucha tranquilidad y disfruté de un paseo más tranquilo y largo que de costumbre.
Ello me dio la ocasión defijarme en algunos detalles y tomar consciencia de aspectos que normalmente me pasan más desapercibidos. Tengo la fortuna de vivir en una zona residencial a las afueras de Madrid, muy aislada y tranquila, lo que hace que el bullicio del tráfico y el constante fluir de las personas sean realidades que sólo comparto cuando me apetece. En realidad, desde que tengo uso de razón llevo tratando de alejarme del centro de la capital tanto como me sea posible. Es una de las cosas que nos distinguen a los auditivos, la escasa tolerancia hacia los ruidos e injerencias ajenas en nuestro silencio interior.
Entre el colorido de las prendas propias del verano, los puestos ambulantes de venta de discos y películas piratas y los olores característicos de los establecimientos de comida rápida, el detalle que más me llamó la atención fue la cantidad de mendigos de diferente tipología con los que nos cruzamos, y que de una manera o de otra buscaban que les regalásemos algunas monedas. Quiero dejar constancia de que no soy ningún antisistema crítico con el gobierno de la ciudad, es más, soy de la opinión de que Madrid es una población moderna, limpia en general, bastante bien abastecida de recursos y con un notable índice de riqueza; pero es innegable que existen problemas sociales, y también lo es que el verano hace que muchas personas que no tienen otro modo de ganarse la vida traten de recurrir a la afluencia de turismo para conseguir un poco más de calidad y confort. Y aunque así mismo pienso que las mafias que controlan el negocio de la mendicidad recurren sistemáticamente al chantaje emocional para encogernos la tripa a los que hemos tenido más fortuna que los mendigos que nos piden ayuda -¿alguna vez te has preguntado por qué tantas personas que piden limosna en los semáforos llevan una muleta cuando no parecen tener ninguna lesión aparente en las piernas más allá de una cojera que bien podría ser simulada?-, la visión de alguien mendigando, de pie entre la multitud o sentado contra la pared, tocando el acordeón o vendiendo “La Farola”, me hace daño y me conmueve.
Dice la gente que me conoce que soy de corazón fácil, que resulta sencillo darme pena y “llevarme al huerto”. No sé si es verdad, o si mi sensibilidad es mayor o menor que la de otras personas, pero recuerdo y tengo muy presentes algunas experiencias a lo largo de mi vida que apuntan en esa dirección.
Una de ellas tuvo lugar cuando tenía no más de 22 ó 24 años. Por aquel entonces trabajaba como profesor de informática y también tenía responsabilidades comerciales, lo que significa que de vez en cuando cobraba alguna comisión más o menos cuantiosa.
Recuerdo que un día de diario cualquiera llegaba conduciendo a casa de mis padres, donde aún vivía, con un dinerito en el bolsillo. Como la situación económica familiar en aquellos momentos no era muy boyante que digamos, un ingreso extra como ése solía significar un balón de oxígeno que nos permitía respirar un poco, o darnos algún capricho, ¡qué diablos! Pero aquel día la comisión era especialmente abundante, así que yo iba pensando en darle un pellizco a mi hermano mayor para que se comprase esa placa base de ordenador que buscaba hace tiempo, regalarle a mis padres un modesto viaje de fin de semana, cosas así.
Cuando estaba a un par de manzanas de casa, en la obligada parada de un semáforo, un mendigo se acercó a mi ventanilla abierta y me pidió una ayuda, sacándome de inmediato de mis pensamientos. Me chocó un poco el aspecto cuidado que mostraba, bien aseado y peinado, así como la ropa que vestía, que una vez debió de ser buena. De forma inconsciente eché mano al bolsillo, y le puse en la suya unas monedas que llevaba sueltas, y que al cambio actual podrían sumar uno o dos euros.
El hombre, con la cabeza agachada y sin mirarme a los ojos, me habló con educada humildad diciéndome:
-”Señor, no quiero ser desagradecido, pero ¿no podría darme algo más? Es que hoy…”
No le dejé terminar. Me sentí un poco invadido, y pensé que ese hombre, al verme con traje y corbata, quería aprovecharse de mí creyendo tal vez que era un joven ejecutivo adinerado, lo que, sin duda, no era.
-”Oiga, ya le he dado lo que llevaba suelto”, le respondí desagradablemente.
-”Lo siento, perdóneme, es verdad. Gracias.”
Proseguí mi camino hacia casa, pero en unos minutos comencé a sentir remordimientos. No olvidaba lo seco y cortante que fui con él, sobre todo en contraste con lo humilde y educado que él se había mostrado. Y el hecho de llevar un buen dinero en el bolsillo comenzó a hacerme sentir aún peor. Siempre que me ocurre algo así pienso en lo mal, lo realmente mal que alguien tiene que sentirse para abordar a otra persona por la calle y pedirle ayuda. Por poner una comparación en el ámbito empresarial, muchas personas rechazan puestos comerciales porque tienen terror a vender a puerta fría, debido al miedo a asaltar a otras personas y a sentirse despreciados por los potenciales compradores.
Iván Yglesias-Palomar
Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group
Para continuar leyendo, pulsa aquí