Aprender de otros y de nosotros mismos a partir de nuestra experiencia es, por tanto, la actividad fundamental en la que nos implicamos desde los primeros minutos de existencia fuera del seno materno. Un animal puede en muy poco tiempo empezar a valerse por sí mismo adaptándose rápidamente a su entorno, para ellos el aprendizaje tiene un recorrido bastante corto, nosotros no tenemos esta “ventaja”. El beneficio es que nuestra capacidad de comprender y operar en el mundo es infinitamente mayor, pero también nuestra necesidad de aprender continuamente se convierte en vital.
A medida que vamos creciendo, aprendemos a responder al mundo y darle un sentido, inicialmente teniendo la referencia de nuestros padres y más adelante a partir de diferentes personas con las que progresivamente nos iremos cruzando (familiares, maestros, amigos, etc…). Como adultos somos el producto de una amplia gama de aprendizajes que hemos ido tomando tanto de los demás como a partir de nuestra propia experiencia directa. La sociedad evoluciona en sí misma gracias a que una generación anterior “transfiere” buena parte de sus descubrimientos y aprendizajes a las generaciones posteriores. Así que la trasferencia y facilitación de aprendizajes a partir de nuestra experiencia, es el motor de nuestra evolución y también, por qué no decirlo, nuestra supervivencia.
En este sentido, consciente o inconscientemente nos convertimos en figuras de referencia para otros, inicialmente para nuestros hijos, pero más adelante también seguimos ejerciendo de “facilitadores de aprendizajes” para otras personas sin ser muy conscientes de cómo lo hacemos. En las organizaciones por ejemplo, influimos en el conocimiento que otras personas tienen para que puedan tomar mejores decisiones y conseguir así resultados. Igualmente aprender de la experiencia se convierte en un aspecto clave para satisfacer nuestras necesidades, vamos aprendiendo a saber cómo funciona el mundo y también cómo hacerlo funcionar, es lo que podemos llamar “aprendizaje auto generado”. Siendo esta una actividad tan omnipresente y relevante en nuestra condición de seres humanos, una cuestión que se plantea desde el enfoque del mentoring es cómo poder hacer ésto de una forma más estructurada, consciente y sistemática y por ende, más efectiva y rápida.
¿Por qué el mentoring en las organizaciones?
Esta pregunta fácilmente surge a partir de la anterior. Si miramos los cambios que hemos experimentado en el mundo empresarial en los últimos 20 años, es una obviedad afirmar que el ritmo del cambio se ha multiplicado exponencialmente. Cada vez vivimos en un mundo con una menor estabilidad, donde las predicciones de cómo van a responder los mercados y los sectores cambian a cada día (casi me atrevería a decir a cada minuto). Y esto representa un desafío formidable para nuestra capacidad de “aprender a aprender”, de adaptarnos a nuevos entornos, sabiendo cómo responder a diferentes escenarios y modus operandi.
Antiguamente el desarrollo empresarial estaba basado principalmente en la fuerza y solidez de las empresas y en lo estable de una manera determinada de actuar en un sector determinado. La posibilidad de prosperar y evolucionar en una organización tenía que ver más con el nivel de fidelidad del profesional y con seguir las directrices marcadas que con la capacidad de responder flexible y creativamente a nuevos desafíos. Ahora, la capacidad de seguir lo ya establecido, probablemente sea la actitud menos apreciada en nuestro panorama empresarial. Igualmente, hace años nuestro valor profesional estaba fundado principalmente en nuestro nivel de conocimiento. Si alguien “sabía” probablemente ese conocimiento le valiera para buena parte de su vida profesional, posicionándole en un determinado status. Su necesidad de aprender a responder a lo desconocido, al cambio, era desde luego menos necesaria.
Miguel Labrador, Director de Desarrollo Directivo de International Mentoring School (IMS)