Os haré una pequeña relación para ilustrar lo que digo. En los últimos meses he recorrido muchas decenas de miles de kilómetros en avión. Semana tras semana he pasado por el mismo aeropuerto, utilizando con frecuencia la misma terminal de salida, y, por ende, los mismos aparcamientos, servicios y controles de acceso. En todos esos viajes me han hecho casi desnudarme, depositar en bandejas todos los objetos metálicos, y he tenido que utilizar diferentes bandejas para dejar los dispositivos electrónicos. Como suelo viajar con un ordenador portátil y una tablet, eso significa que cada vez que he tenido que pasar por el dichoso arco de seguridad debía hacerme cargo de mi trolley de cabina, una bandeja para mi chaqueta, cinturón, móvil, cartera, monedas y llaves, otra para el portátil y otra más para la tablet. Manejar y cuidar cuatro bultos, contrarreloj, presionado por los viajeros que iban detrás de mí y frecuentemente retenido por el atasco que se producía al cachear a algún pasajero.
Y, aunque pueda parecer una generalización injusta, lo cierto es que jamás he recibido en estas circunstancias la más mínima muestra de empatía ni de calor humano por parte del personal de seguridad, sino más bien lo contrario. De hecho, me molesta mucho la actitud de “sheriff” de la que muchos -y muchas- hacen gala. Pero lo que más me llama la atención son las inconsistencias. Por ejemplo, una vez me hicieron tirar el bote de desodorante que me habían permitido pasar sin pegas en los diez viajes anteriores por el mismo escáner de seguridad. Y no sólo eso, la semana siguiente me hicieron lo mismo con un envase de gel de baño. ¿Otro ejemplo más? Llevando siempre los mismos zapatos, unas veces me han hecho descalzarme y otras no. Vamos a ver, o algo cumple con las normas de seguridad o no cumple, no tiene sentido que un envase de gel dentro de un neceser una semana pueda pasar un control de seguridad y la siguiente no, o que en un aeropuerto sí y en otro no, máxime cuando ambos son del mismo país y regulados por la misma legislación internacional. En otras palabras, lo único que me están demostrando es una profunda incompetencia para decidir quién es una amenaza para subir a un avión y quién no.
Y no todo tiene que ver con la normativa de seguridad. He tenido muchas oportunidades de comprobar últimamente cómo, si mides más de 1,60 metros de altura, estás condenado a un viaje de incomodidad y estrecheces, independientemente de la compañía con la que vueles. Hay aviones en los que es literalmente imposible cambiar las piernas de posición, porque vas empotrado contra el asiento de adelante. El otro día pensaba que, en caso de un movimiento brusco del avión o de accidente menor, estaba abocado a una fractura en las piernas, porque no podía moverme. Por supuesto, no es un problema del tamaño del avión, que los hay pequeños y muy cómodos, sino del número de filas que meten en él. Y no hablo de vuelos low cost, hablo de billetes muy caros en compañías que presumen de ser “premium”. Me imagino que, si hubiera un AVE que me llevara al mismo destino, nadie tomaría por gusto ese vuelo.
Y saco el AVE a colación porque, en mi opinión, es mil veces más cómodo que volar -espacio entre filas, posibilidad de caminar y tomar algo en una cafetería, uso de internet, películas, estaciones en el centro de las ciudades, control de acceso mucho más rápido, etc.-, lo que le convierte en una alternativa tan interesante para el pasajero como peligrosa para la compañía aérea.
Iván Yglesias-Palomar, Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group