Sucedió en la curva que conecta la vía de servicio de la autopista con la urbanización donde vivo. Es un camino que he recorrido en coche y en moto miles de veces, conozco perfectamente el trazado y, si me apuras, cada bache no restaurado en el asfalto. Y tampoco es una zona donde se circule a más de 20 o 30 kilómetros por hora, lo que resultó clave en la escasa gravedad del incidente.
La tarde del 1 de marzo di por concluida mi jornada laboral después de un día no especialmente cansado. Con buena visibilidad, firme seco y tráfico reducido, nada hacía prever un choque en los siete minutos escasos que tardo en recorrer la distancia entre la oficina y mi casa -sí, ya sé que soy un privilegiado-. Pero una pandilla de adolescentes, que no tenía otra idea mejor que jugar a empujarse unos a otros, decidió cambiar eso. Cuando estaba tumbando en la última curva para enfilar ya la calle en la que vivo, uno de los muchachos tiró a otro a la calzada con un soberano empujón, lo que obligó al coche que me precedía en el carril más próximo a la acera a invadir el mío bruscamente para no atropellarle.
El golpe fue inevitable, de nada valieron los reflejos, ni la contundente frenada, ni el ABS. No había distancia física suficiente.
Una vez resueltos los papeles del seguro, llegué a casa empujando la maltrecha moto y preso aún de una notable taquicardia. Y luego comenzaron las tradicionales vueltas en la cabeza. ¿Cometí una imprudencia? ¿Hasta qué punto el conocimiento de cada punto del itinerario había supuesto un exceso de confianza? ¿Qué porcentaje de mi nivel de atención prestaba a la conducción y qué porcentaje a mis propios pensamientos? ¿Y si me sucediera algo parecido en plena autopista a 120 kilómetros por hora?
Mi aprendizaje se resume de modo muy sencillo: al conducir una moto, al igual que en otros aspectos de la vida, no es bueno permanecer todo el tiempo en la zona de confort. Es útil y saludable mantener cierto punto de atención consciente. Y en el caso que nos ocupa, aprendí que frecuentar el mismo límite de la zona de confort no es una cuestión de estímulo o de desarrollo, sino de conservar la vida. Ahora no sólo soy mucho más prudente cuando voy en moto, sino que he extrapolado este aprendizaje a mi profesión. Aunque me sepa de memoria un taller, aunque haya practicado hasta la saciedad las dinámicas que lo componen, aunque conozca profundamente la filosofía de la empresa cliente, me lo repaso, lo ensayo mentalmente de arriba a abajo; no vaya a ser que algo no previsto me haga irme al suelo de repente.
3. UN HÁBITO ES SÓLO UN SISTEMA QUE EMPLEA EL CEREBRO PARA AHORRAR ENERGÍA. ES PERFECTAMENTE POSIBLE SUSTITUIRLO POR OTRO.
Por encima de cualquier otro logro o consideración, 2016 ha sido para mí el año de la reconciliación con mi cuerpo.
Nunca he sido un tipo deportista, una de esas personas que cuando no están jugando al fútbol están subiendo una montaña o practicando windsurf, porque no saben quedarse quietas. Mis aficiones, desde muy niño, fueron mucho más intelectuales o emocionales que físicas; aún me recuerdo, con siete u ocho años, sentado en un extremo del patio del colegio conversando con los compañeros más gorditos de la clase, aunque yo no lo fuera, lejos del bullicioso caos -y de los tremendos balonazos- de los partidos de fútbol de siete clases distintas que compartían el mismo campo de juego y la misma portería a la hora del recreo. Yo era un crío tranquilo, sedentario, nada competitivo; jamás entendí la gracia que tenía matarse por conseguir el balón, y me resultaba mucho más estimulante charlar con mis amigos acerca del último episodio de Mazinger Z o sobre cualquier otra cosa que volver a casa con tres puntos en la ceja.
A eso de los trece años comencé a practicar karate, un arte marcial por entonces poco implantado aún en España, y fue casi más por la insistencia de mi padre que por propio convencimiento. Lo cierto es que se me dio bien, así que con el paso de los años fui consiguiendo cinturones negros y trofeos, además de alguna lesión. Pero, aunque técnicamente fuera bueno, nunca me gustaron la competición ni el combate. Por ejemplo, la sensación de angustia y la tensión generadas por la expectativa de las peleas, aunque éstas estuvieran limitadas al tatami, solían provocarme fiebre la noche antes de un campeonato.
Quizás por ello o por agotamiento físico o mental después de millones de golpes de puño y de pierna, dejé el karate a los veinticuatro años. Y, desde entonces, mi vida deportiva puede definirse como una sucesión de intentonas; a veces, de recuperar la forma física apuntándome a gimnasios para luego no ir; y a veces, de eliminar los kilos de grasa acumulados en la cintura haciendo dietas milagrosas que, una y otra vez, me devolvían al frustrante punto de inicio tras un año de privaciones.
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