A lo largo de la historia, cada capa de suelo va acumulando encima de ella nuevos materiales, que, con el paso del tiempo y los rigores de la erosión y la climatología, se verán enterrados a su vez por otras capas de suelo, compuestas por minerales, polvo, sedimentos, etc. Por eso las ruinas de antiguas ciudades o civilizaciones se encuentran frecuentemente enterradas, porque el terreno que pisaron nuestros antepasados estaba por lo general varias capas por debajo del que pisamos nosotros.
De vez en cuando, ya sea por un desprendimiento o por la peculiar orografía de una zona en concreto, quedan al descubierto esas capas. Los científicos entrenados son capaces de leerlas como si se tratase de las páginas de un libro; cuanto más arriba está una capa, más moderno es el periodo en el que se creó, y viceversa.
Pues lo cierto es que los Álvarez se encontraron con que, en el momento exacto en que se produjo esa extinción, separando los estratos correspondientes a los períodos Cretácico y Terciario, existe de forma global una pequeña capa de iridio, que es un material muy poco habitual en la Tierra pero muy frecuente en los meteoritos. Ello les llevó a deducir que un objeto ajeno a nuestro planeta impactó de forma brutal contra él, llenando la atmósfera con sus restos, los cuales, una vez causado todo el mal del que eran capaces, se sedimentaron en el suelo pasando a formar parte de nuestra historia geológica.
Siendo llamativo, este descubrimiento dio paso a otro aún más intrigante. Y es que esa capa de iridio -que es lo que los angloparlantes suelen llamar “the smoking gun” (el arma humeante), es decir, la prueba de nitiva del crimen-, se repite a intervalos periódicos separados por decenas de millones de años, y causando en cada ocasión una extinción masiva de formas de vida en nuestro planeta.
Hoy día, la teoría del meteorito asesino es aceptada como la más plausible para provocar una masacre de semejantes dimensiones. Pero ¿qué fenómeno podría hacer que cayeran meteoritos sobre nuestro planeta con una regularidad propia de un reloj suizo? ¿Y qué magnitud debería tener ese fenómeno para intervenir sobre nuestro destino a escala planetaria?
Después de teorizar sobre diferentes hipótesis, algunos científicos han llegado a una conclusión realmente sorprendente.
En los suburbios de nuestro sistema solar existe una zona llamada Nube de Oort, en honor a Jan Oort, su descubridor. Allí, en los límites de la influencia gravitacional de nuestro Sol, donde éste deja de ser la enorme esfera de gas incandescente que conocemos, portadora de luz y de vida, y pasa a ser tan sólo una estrella algo más brillante que las otras, otan en una lentísima órbita miles de millones de rocas heladas, oscuros vestigios de un tiempo remoto, los ladrillos que sobraron después de construirse nuestros planetas y satélites.
Allí están, ingrávidas, como motas de polvo que transitan en silencio a lo largo de milenios las gigantescas distancias que constituyen su periplo alrededor del Sol. En condiciones normales, nada las interrumpe ni altera su rumbo. No obstante, en ocasiones se produce un pequeño tirón gravitatorio que hace que alguna de esas rocas caiga hacia el Sistema Solar interior. Eso es lo que conocemos con el nombre de cometa.
La mayor parte de los cometas no constituyen una seria amenaza. Muchos de ellos se acaban estrellando contra el Sol, otros muchos son atraídos por la fuerte gravedad de Saturno y Júpiter, nuestros guardaespaldas planetarios. Sólo de vez en cuando alguno de ellos pasa lo bastante cerca de la Tierra como para constituir una razón realista de alarma, aunque en los últimos cien años este fenómeno se ha producido al menos dos veces, ambas en Rusia, en 1908 y 2013 respectivamente.
Pero si algo lo su cientemente masivo se acercase a la Nube de Oort, con toda seguridad provocaría un desequilibrio gravitatorio de bastante intensidad como para que cientos o miles de objetos se precipitasen en caída libre hacia el Sol, aumentando las posibilidades de que uno de ellos, de cierto tamaño, golpease a nuestro planeta provocando una hecatombe. Y si, como parecen demostrar las capas de iridio de nuestro suelo, esas mortales lluvias de proyectiles se producen a intervalos regulares, puede indicar que se debe a que algo, desconocido aún pero que posee una inmensa gravedad, está orbitando también alrededor del Sol, posiblemente en una órbita muy excéntrica y alargada, pero regular, constante y sádicamente puntual.
Y aquí se produce la sorpresa. ¿Qué puede haber en el espacio, relativamente cercano al Sol, orbitando elípticamente a su alrededor, con un período de decenas de millones de años y lo suficientemente masivo como para provocar una alteración significativa de la Nube de Oort? Ciertos astrónomos consideran que tan sólo otra estrella es capaz de cumplir todos estos requisitos.
Iván Yglesias-Palomar
Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group