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Desaprender para crecer – Parte I

04.19.2016
04.19.2016
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Si algo me ha caracterizado a lo largo de mi casi medio siglo de edad, es que, tal y como diría mi madre, soy aprendiz de todo y oficial de nada.

He cultivado numerosas aficiones. Algunas de ellas prosperaron con los años y la práctica, y se convirtieron en nucleares en mi vida. Otras no fueron más que episodios momentáneos, destinados a entretener la curiosidad de alguien que se aburre haciendo la misma cosa más de media hora. Sin embargo, una de las que me ha acompañado más tiempo a lo largo de mi vida ha sido el interés por la astronomía. Quiero dejar claro que hablo de astronomía y no de astrología, es decir, que me atraen mucho las galaxias, las estrellas y los planetas, pero no creo para nada en su influencia en nuestra vida, ni en las cartas astrales y temas por el estilo.

Y el caso es que no sé de dónde me viene esta manía. Más allá de mostrar un relativo interés por estas cosas, ni mi familia ni mi círculo de amigos generaron la más mínima influencia sobre mí en esta cuestión. El recuerdo más temprano que tengo al respecto -con excepción de la obsesiva fascinación que me producía un atlas que tenía mi padre en su biblioteca, en cuyas primeras páginas había algunas ilustraciones muy básicas de las manchas solares, un dibujo de la Vía Láctea y un esquema de la eclíptica, el plano del espacio en el que se organiza el Sistema Solar-, es andar cuando era niño con mis padres de noche por las calles de Madrid mirando hacia arriba, como si la contaminación atmosférica y lumínica permitiera ver algo más que la Luna.

Ya de jovencito invertí ahorros y mucho tiempo libre en la contemplación del cielo, hasta que unas inoportunas cataratas provocadas por la mala administración de un colirio me impidieron disfrutar como es debido de las maravillas de la observación directa a través de un telescopio o de unos prismáticos astronómicos. Con veinticinco o treinta años no era extraño verme a las cuatro de la madrugada en lo alto del puerto de Navacerrada con un pequeño telescopio refractor, más solo que la una, helado por completo, manejando la montura ecuatorial con los dedos ateridos por el frío, y apuntando al espectáculo natural del juego de luces y sombras que se produce en los cráteres de la Luna en los mágicos momentos de cuarto creciente o menguante. De hecho, aún hoy en día conservo un telescopio y unos binoculares para observación nocturna que todavía me proporcionan noches de diversión, si bien ya sólo en verano y desde el pequeño jardín de mi casa, que la edad no es compatible con las incomodidades.

El firmamento siempre ha supuesto para mí una fuente inagotable de asombro y nostalgia. Asombro por las inconcebibles magnitudes, por la variedad de cuerpos celestes y formas de energía, por un Cosmos en el que lo extraño es lo más normal. Nostalgia por las ataduras a las leyes de la física, la pesada sensación de soledad y la placentera rutina de comprobar año tras año que, por cada respuesta que obtenemos, surgen cien nuevas preguntas, a cada cual más desconcertante.

Ahora que nos hemos lanzado a explorar nuestro vecindario más inmediato pasito a pasito, sonda a sonda, hemos comenzado a tomar conciencia de que no tenemos la menor idea de nada. Las teorías que se daban como ciertas desde el sillón del observatorio se ven desmontadas sistemáticamente por los descubrimientos que se hacen sobre el terreno.

Por ejemplo, desde pequeño había oído mil veces que en la Luna no puede haber agua. Bueno, pues la sonda Lunar Reconnaissance Orbiter descubrió en 2012 que sí hay agua helada en cráteres del polo sur de la Luna sumidos en oscuridad perpetua. Por cierto, descubrimiento que se vio subrayado cuando la sonda Messenger comprobó el mismo fenómeno en Mercurio, un planeta cuya temperatura máxima diurna es de 465C, más o menos el doble que un horno doméstico a plena potencia… Pues también hay agua helada allí.

Otro de los descubrimientos que más me impresionan es el hexágono que la sonda Cassini descubrió al sobrevolar el polo norte de Saturno en 2009. Un perfecto y enorme hexágono regular -mide el equivalente a cuatro Tierras de anchura- permanece estático e inalterable mientras el resto de nubes da vueltas rodeando el eje polar como cabía esperar. Qué fuerzas naturales son las responsables de formar esa figura imposible y por qué no rota con el resto de las nubes es, hasta donde yo sé, un absoluto misterio, que sin duda algún día desvelaremos sólo para comprobar que otros cuantos ocupan su lugar para nuestra desesperación y placer.

Podríamos llenar millones de artículos como éste enumerando los misterios del Universo conocido que a día de hoy nos sorprenden. Pero hay uno que me fascina especialmente, porque, a diferencia del resto, siento que me toca muy de cerca; aunque soy consciente de que otras personas lo considerarán una simple curiosidad, o no pasará de ser algo meramente anecdótico en sus vidas.

El asunto sobre el que quiero hablaros comenzó hace varias décadas, cuando dos científicos, Walter Álvarez y su hijo Luis, estaban investigando acerca de estratos geológicos, y, de manera mitad casual y mitad deductiva, descubrieron la posible causa de la famosa extinción masiva de dinosaurios que se produjo hace aproximadamente sesenta y cinco millones de años. No voy a entrar en muchos detalles, que para eso está Google, pero para entender este asunto es importante conocer cómo trabajan los geólogos.

Iván Yglesias-Palomar
Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group

Ivan Yglesias-Palomar

Ivan Yglesias-Palomar

Director de Desarrollo de Negocio de Atesora Group.

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