En los últimos tiempos, una gran parte de las intervenciones en las que tengo el placer de participar como facilitador tiene que ver con organizaciones que han decidido implantar planes de mentoring, bien partiendo desde cero, bien para corregir errores estratégicos cometidos por una deficiente concepción o desarrollo anteriores.
Por definición, el mentoring es un fantástico sistema para aprovechar el capital experiencial de una organización, y, si se hace correctamente y de forma organizada, tiene beneficios colaterales abundantes y de diferente calado, que minimizan enormemente los costes de inversión destinados a él. Pero lo que es indudable es que, más allá de una simple metodología de acompañamiento y desarrollo, se trata de un modelo cultural estratégico, cuyos errores en el diseño o en los plazos de ejecución pasan una factura enorme en términos de credibilidad institucional.
Una de las dudas más frecuentes que nos plantean los organizadores o patrocinadores de un proceso de mentoring tiene que ver con cuál es exactamente el rol y las atribuciones que posee un mentor. En su imaginación, muchas personas ven la figura del mentor como alguien veterano dentro de la organización, que utiliza los conocimientos y experticia adquiridos a lo largo de muchos años de desempeño profesional para preparar a un pupilo más joven, que le sucederá adoptando su mismo rol en la compañía al cabo de unos años.
Esto, sin ser falso, constituye únicamente una de las muchas formas de mentorización que pueden darse en el seno de una organización. De hecho, existen cinco niveles lógicos en los cuales un mentor puede desarrollar su función como tal, siendo el patrocinio de un futuro sucesor tan sólo uno de ellos. Por decirlo de otro modo más sencillo: si la función principal de un mentor es servir de guía para otra persona con menos trayectoria, cada vez que un nuevo colaborador entra a formar parte de una organización el compañero que le acoge y le ayuda a aterrizar, proporcionándole información acerca de los protocolos, las personas a las que debe acudir, los horarios de referencia y el resto de detalles iniciales, está haciendo técnicamente mentoring con esa persona. Y eso no tiene nada que ver con un plan de sucesión.
A mi modo de ver, hay una forma fácil de entender los diferentes roles que un mentor puede desempeñar con su mentee. Tiene que ver con observar, salvando la evidente distancia conceptual y teniendo en cuenta las diferencias entre un enfoque de desarrollo pedagógico y otro andragógico, un proceso de mentoring como algo similar a la educación de un hijo. Como padre que soy, mi objetivo para con mi hija, lo que tendría que haber sucedido para que me fuera satisfecho y realizado en ese aspecto si hoy fuera mi último día de vida, sería haberle proporcionado la formación y los mecanismos para que pudiera ser autónoma y feliz en la vida. Y esa es la razón por la que me esfuerzo en darle una buena educación, en la que estén presentes dos componentes: por una parte, la obtención de resultados (por ejemplo, sus estudios, la limpieza de su habitación, las normas de la casa en la que vive); y por otra, el crecimiento personal y emocional (su motivación, resiliencia, felicidad…) Visto desde este ángulo, parece que no hay muchas diferencias teóricas entre lo que se espera de un padre y lo que se espera de un mentor, ¿verdad? Continuemos con la metáfora.
A lo largo del día, debo dividir mis intervenciones de acompañamiento con mi hija entre ambos polos, el cumplimiento de las tareas y obligaciones y el desarrollo de la persona. Hay ocasiones en las que es prioritario para mí ayudarle a enfocarse en un resultado, la mayor parte de las veces presionada por el tiempo. Y hay otras en las que puedo permitirme el lujo de ver desde un segundo plano cómo se equivoca y rectifica, con el aprendizaje inherente al proceso, sin intervenir de manera tan directiva en su educación. Como cualquier padre sabe, ambos enfoques son absolutamente legítimos, y generan resultados según las circunstancias lo requieran.
Pero hay otra variable que tener en cuenta, y tiene relación con el estilo de comunicación que el padre (mentor) emplea con su hijo (mentee), basado en el conocimiento, la experiencia y la sabiduría que dan los años de vida. En principio, por ley natural, una persona con mayor trayectoria generalmente atesora matices y enfoques difícilmente detectables por alguien más junior. En otras palabras, ha tenido sobradas oportunidades de confundirse y aprender durante el camino, lo que le da una ventaja competitiva ante la vida. Y eso, en términos de educación, significa que hay ocasiones en las que con mis cuarenta y siete años tengo más conciencia, experiencia o razón que mi hija con sus catorce, por lo cual mi intervención se produce de una forma unidireccional, prevaleciendo mis criterios sobre los suyos. Quien tenga un hijo adolescente, ya sabe de lo que estoy hablando; hay momentos y asuntos que requieren una activa presencia por parte de los padres, pasando a un segundo plano aspectos relacionados con la laxitud o el “buen rollo”.
Sin embargo, mantener una actitud unidireccional todo el tiempo va frontalmente en contra del desarrollo de la persona, que a fin de cuentas es la protagonista y beneficiaria del proceso educativo. En otras palabras, cada vez que le diga a mi hija lo que tiene que hacer le estaré robando una preciosa oportunidad para que lo descubra por sí misma. Y yo quiero que sea autónoma, no que mantenga un cordón umbilical que le una conmigo durante toda su existencia.
Es precisamente la combinación entre estos dos ejes lo que define los diferentes estilos que puede utilizar un mentor durante un proceso de mentoring. Cabe reseñar que aunque las formas de acompañamiento que puede utilizar un mentor puedan asemejarse como metáfora al proceso educativo de un hijo, es importante entender que los principios que operan en el desarrollo y aprendizaje de adultos siempre serán diferentes.