E
s un hecho innegable que el mundo cambia y que, idealmente, nuestra comprensión del mismo debería de evolucionar y cambiar para emprender nuevas acciones que nos permitan conseguir y cumplir con nuestros objetivos y necesidades. Y si el mundo está en constante cambio y de una forma cada vez más exponencial, ¿de qué manera podemos incrementar nuestra habilidad para responder a los nuevos desafíos? ¿cómo podemos mejorar nuestra eficacia en nuestro aprender? Y sobre todo, cómo desarrollar nuestro “músculo” para aprender a aprender?
Entender cómo aprendemos y qué nos motiva a aprender como seres humanos es un elemento capital si queremos saber cómo facilitar el cambio de una forma cada vez más efectiva, ágil al tiempo que sostenida. Una de las teorías de aprendizaje que más me llaman la atención es la del condicionamiento operante. Inicialmente en un intento por entender cómo se producía el aprendizaje y dotarlo de una base experimental, se llevó a cabo un buen número de ensayos con ratas de laboratorio. Uno de los más significativos era introducir una rata en el laberinto y emplear una serie de estímulos para comprobar sus reacciones; en ocasiones se la proporcionaba comida en algún extremo del laberinto y en otras se le daba “un regalito” en forma de descarga eléctrica.
A partir del comportamiento de la rata, se observó dos tipos de reacciones principalmente; cuando se le proporcionaba comida, se estimulaba al animal a moverse por el laberinto más rápidamente en busca de su preciado trozo de queso, pero cuando se sometía a la rata a la descarga eléctrica, se inhibía su deseo de seguir avanzando por sus pasillos y en la medida que aumentaban el número de descargas, la actividad de la rata se iba reduciendo paulatinamente hasta optar por mantenerse paralizada.
Aparentemente las conclusiones extraídas parecían unívocas: si se suministraba comida a la rata se sentía “motivada” a querer avanzar en busca de su premio, por el contrario, su castigo en forma de descarga, detenía su iniciativa para seguir avanzando y explorando. Era fácil concluir que nos movemos en base a “premios y/o castigos”. De hecho, un buen número de organizaciones tienen la comprensión de este “modelo de motivación” como la base sobre la que edifican su estilo de management. Y es cierto que ese elemento de condicionamiento externo puede ser uno de los factores por los que decidamos avanzar (o no avanzar), cambiar y/o aprender…pero desde luego no es el único y ni siquiera el más relevante.
Volviendo a nuestro experimento con roedores, algunas personas trataron de llevar más allá esos ensayos optando por introducir a las ratas en otro laberinto una vez que había quedado paralizada por las descargas y de forma sorprendente, la rata no sólo comenzó a moverse de nuevo, sino que se movía aún con más ahínco que en su primer laberinto. Nuevamente se procedió a castigar y premiar a la pobre criatura hasta paralizarla y posteriormente introducirla en un nuevo laberinto. Progresivamente, con cada nueva variación, se aumentaba la iniciativa de la rata para seguir explorando,….parecía que el sorpresivo rumbo que había tomado el experimento, contradecía abiertamente algunas de las conclusiones que tan alegremente se habían extraído en torno al aprendizaje de tipo “premio/castigo”. El avanzar, explorar y ver qué había en el nuevo entorno dependía de su instinto exploratorio, base de la supervivencia y el mantenimiento de una especie y aunque las descargas eléctricas suponían un castigo en términos de exploración, también de forma paradójica constituían un premio en sí mismo en términos de aprendizaje: la rata podía estar en mejor disposición de entender cómo funcionaba ese nuevo entorno, dónde se encontraban sus “recompensas” e incluso aprender a evitar sus peligros. En cierta medida, la rata estaba aprendiendo a responder de una forma cada vez más efectiva a un nuevo contexto y eso constituye un verdadero éxito para el proceso de aprendizaje.
Ese instinto exploratorio también forma parte de nosotros como seres humanos. Cuando somos niños, nuestra capacidad de explorar el mundo es plena y la empleamos a cada instante. Eso supone una gran ventaja para desarrollar una comprensión sobre el funcionamiento del mundo y de la vida en general, pero por desgracia, como adultos, una vez que tenemos una forma de hacer algo para cubrir nuestras necesidades o conseguir nuestros objetivos, dejamos de seguir aprendiendo y explorando nuevas maneras de hacer. En cierta medida, podríamos decir que el mayor enemigo del aprendizaje no es el error sino el éxito. Muchas personas y organizaciones buscan a toda costa evitar las “descargas”, pero adentrarnos en lo desconocido, aprender a responder a nuevos escenarios y desarrollarnos a partir de ellos para estar cada vez mejor preparados para un “nuevo laberinto”, entraña despertar nuevamente esa capacidad de exploración, haciendo un uso productivo no sólo de nuestros aciertos sino también de nuestros fallos. Generar culturas donde no se penalice el error y donde se facilite el emplear cualquier experiencia ya sea buena o mala como una oportunidad de aprendizaje, es un aspecto clave si queremos facilitar el cambio, el desarrollo y la innovación continua en el entorno actual.
Construir esa cultura, es complicado si no disponemos de las herramientas apropiadas para ello. Cada vez más, las organizaciones que apuestan por crear e implantar culturas de mentoring, utilizándolo como herramienta y metodología para aprovechar el “capital experiencial”, se está revelando como uno de los enfoques más efectivos para gestionar y relacionarnos con entornos cambiantes. El mentoring abre un espacio para reflexionar, revisar, cuestionar y actualizar nuestra comprensión y experiencia, llevándola más allá de los “laberintos” conocidos. Y esto es una habilidad fundamental para poder tratar de forma efectiva con el cambio y garantizar la supervivencia y el desarrollo.
“Sólo hay fracaso ante la incapacidad de convertir los errores en aprendizajes”.
Miguel Labrador, Director de Desarrollo Directivo de Atesora Group e International Mentoring School (IMS).