En toda transición de cierre e inicio de un nuevo año, no es infrecuente hacer un rápido repaso a nuestra trayectoria personal y/o profesional, en muchas ocasiones con el firme propósito de “medir” cómo de bien o mal están yendo las cosas y en qué medida estamos cumpliendo con aquellos propósitos que, en el pistoletazo de arranque del año anterior, nos habíamos marcado. En este proceso de “escaneo”, es fácil identificar asuntos que todavía siguen sin resolver, (este año tengo que atajar lo de los idiomas, apuntarme al gimnasio y conseguir ser constante, perder peso…y un largo etc.), otros podemos identificarlos en vías de cambio, es decir, estoy haciendo algo al respecto, pero aún sin el resultado deseado y finalmente aquellos que damos por concluidos, bien por que los hemos conseguido o porque los hemos abandonado definitivamente.
Lo interesante son los que seguimos llevando en nuestra mochila vital, con la sensación por un lado de arrastrarlos y por otro de alimentar una renovada esperanza de que el nuevo año será el decisivo para resolverlos (esa estrategia es nuestra salvación al tiempo que nuestra trampa para procrastinarlos). Algunos de estos asuntos pasan a ser inquietudes, en el sentido de que empiezan a revestir una especial importancia para nosotros y nos hacen sentirnos particularmente incómodos (como la china metida en el zapato que no podemos dejar de notar), pero no hacemos nada por resolverlos. El problema es que a pesar de estar en la “categoría” de inquietudes no terminamos de activarnos lo suficiente para hacer algo con ellos: no estoy a gusto con mi trabajo, pero no hago nada para cambiarlo, mi salud me ha dado algún aviso de que tengo que introducir cambios en mis hábitos, pero no los llego a realizar, sé que necesito aprender inglés, pero no me apunto a clases etc.
Cuando esto sucede de forma recurrente, algunas de estas inquietudes pueden pasar a un tercer estadio que podríamos llamar de crisis y probablemente es la peor de las situaciones desde donde iniciar cambios. Tristemente algunas personas y organizaciones no se sienten suficientemente motivadas para introducir cambios hasta que no están en una situación de crisis donde lo importante ya no es mejorar las cosas sino remediarlas.
Hay tres grandes razones por las que cambiamos: por aspiración, inspiración o desesperación, siendo ésta tercera, por desgracia, una de las más frecuentes y que alimenta en nosotros una actitud fundamentalmente reactiva y victimista. Las decisiones que entonces tomamos desde el sentido de urgencia se hacen particularmente peligrosas pues, como reza el dicho “cuando la emoción está alta, la inteligencia está baja”.
Seguridad y Desarrollo: Un binomio inseparable.
Si te identificas en algunas de las dinámicas que acabo de mencionar, te doy la bienvenida al conflicto más característico que afrontamos como seres humanos: el conflicto del cambio. Según el psicólogo escocés John McWhirter, los conflictos ocurren consistentemente entre asuntos de desarrollo y asuntos de seguridad. Estas son dos preocupaciones cruciales para nuestra supervivencia y probablemente muchas de las acciones e iniciativas que emprendemos responden a alguna de estas inquietudes.
Necesitamos constantemente desarrollarnos, máxime en un mundo en continua evolución y eso implica aprender cosas nuevas, afrontar nuevos escenarios y añadir cambios significativos en nuestra trayectoria personal y profesional. También necesitamos estar seguros y a salvo a medida que nos desarrollamos. Sentir que dominamos lo que vamos a hacer y que podemos responder a los retos que nos depara el futuro. El desarrollo se procesa más frecuentemente por la mente consciente y es, a menudo, lingüístico y visual puesto que tiene que ver con las ideas y el logro. La seguridad es, con frecuencia, una comprobación o control inconsciente y se experimenta en mayor medida como una sensación. Utilizamos nuestro sentir para monitorizar como de “bien o mal” están las cosas para emprender cambios o llevar a cabo cualquier acción.
Continua leyendo